(1932-1963) Poetisa y novelista estadounidense. Empezó a escribir poesía de niña, estudió en la Universidad de Smith y, gracias a una beca Fulbright, en la Cambridge. Su primer libro,
El coloso (1960), puso en evidencia la meticulosidad de su oficio y un estilo muy personal.
Ariel (1965) está considerado como su mejor libro de poemas que, al igual que su poesía posterior publicada después de su suicidio, refleja un ensimismamiento y una obsesión por la muerte crecientes.
Poemas completos, que ganó el
Premio Pulitzer en 1982, fue editado por su marido, el poeta británico Ted Hughes, en 1981. La campana de cristal (1963), novela que publicó con el seudónimo de Victoria Lewis, es el relato autobiográfico del colapso nervioso de una joven. Su correspondencia, Cartas a casa, 1950-1963, preparada por su madre y publicada en 1975, ayuda a comprender sus fuentes de inspiración y su desesperación. Otras obras, publicadas póstumamente, son Cruzando el agua (1971) y Arboles de invierno (1972), ambos libros de poesía, y Johnny Panic y la Biblia de sueños, libro de cuentos. En 1982 se publicaron sus Diarios.
Espejo
Soy plateado y exacto. No tengo preconceptos.
Cuanto veo, lo trago inmediatamente
Tal cual es, sin empañar por amor o desagrado
No soy cruel, sólo veraz:
Ojo de un pequeño dios, cuadrangular.
Casi todo el tiempo medito en la pared de enfrente.
Es rosada, con lunares. La he mirado tanto tiempo
Que creo que es parte de mi corazón. Pero fluctúa.
Las caras y la oscuridad nos separan una y otra vez.
Ahora soy un lago. una mujer se inclina sobre mi,
buscando en mi extensiójn lo que ella es en realidad.
Luego se vuelve hacia esas mentirosas, las bujías o la luna,
veo su espalda y la reflejo fielmente.
Me recompensa con lágrimas y agitando las manos.
Soy importante para ella. Que viene y se va.
Todas las mañanas su cara reemplaza la oscuridad.
En mi ella ahogó a una muchachita y en mi una vijea.
Se alza hacia ella día tras día, como un pez feroz
Límite
(Escrito la víspera de su suicidio)
La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de realización,
la apariencia de una necesidad griega
fluye por los pergaminos de su toga,
sus pies
desnudos parecen decir,
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,
uno a cada pequeña jarra
de leche ahora vacía.
Ella los ha plegado
de nuevo hacia su cuerpo;
así los pétalos de una rosa cerrada,
cuando el jardín se envara
y los olores sangran de las dulces gargantas
profundas de la flor de la noche.
La luna no tiene por qué entristecerse,
mirando con fijeza desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crepitan y se arrastran.
PALABRAS
Hachas después de cuyos golpes
los sonidos del bosque
Y los ecos!
Ecos viajando
Lejos del centro como caballos.
La savia
Derramándose como lágrimas, como el
Agua al esforzarse
Por re establecer su espejo
Sobre la roca.
La que chorrea y cambia
Su calavera blanca,
Comida por las verdes cizañas.
Años después
Las encontré en el camino.
Palabras secas y sin jinetes
De infatigables y ligeros-cascos
Cuando Desde el fondo del estanque,
las fijas estrellas Gobiernan una vida.
Cementerio en noviembre
La obstinada escena persiste: los árboles avarientos atesoran
las hojas del año que se va, reacios a llorar su muerte, a vestir el sayal
o a transformarse en dríades elegíacas, mientras la austera hierba
guarda para sí la dura esmeralda de su esencia,
por mucho que la pomposa mente desprecie
tal pobreza. Los gritos de los muertos.
No florecen nomeolvides entre las losas
que pavimentan este camposanto. Aquí es la honesta podredumbre
la que descose el corazón, monda el hueso hasta liberarlo
de la vena ficticia. Cuando un escueto esqueleto
viene a sumarse a lo real, todas las lenguas de los santos se deshacen
en silencio: las moscas no ven resucitar a nadie bajo el sol.
Observa, pues, observa bien este paisaje esencial
hasta que tus ojos urdan una visión deslumbrante en el viento:
sea cual sea la pérdida que destellan los condenados
espectros, aullando en sus sudarios por el páramo,
ensalza la jauría de la mente famélica
que puebla el cuarto desnudo, el aire vacío, desocupado
La voz de Sylvia Plath, recitando November Graveyard.
The Edge
By Sylvia Plath
The woman is perfected.
Her dead
Body wears the smile of accomplishment,
The illusion of a Greek necessity
Flows in the scrolls of her toga,
Her bare
Feet seem to be saying:
We have come so far, it is over.
Each dead child coiled, a white serpent,
One at each little
Pitcher of milk, now empty.
She has folded
Them back into her body as petals
Of a rose close when the garden
Stiffens and odors bleed
From the sweet, deep throats of the night flower.
The moon has nothing to be sad about,
Staring from her hood of bone.
She is used to this sort of thing.
Her blacks crackle and drag.